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Cuando lo que Dios hace no tiene sentido

Cuando lo que Dios hace no tiene sentido es el título de un libro de James Dobson, pero me pareció apropiado usarlo también como título de este artículo, en el que, sin hacer demasiada introducción, voy a dejar un testimonio que escribí hace unos años.

Espero que este escrito sirva para que recordemos una vez más que Dios nos ama (más que nadie) y que tiene pensamientos de bien para nosotros, aunque muchas veces no podamos entender sus decisiones.

Crónica de un cambio de vida

(Texto tomado de En primera persona, publicado en 2014 por los alumnos del Instituto Superior de Letras Eduardo Mallea).

Porque ¿quién entendió la mente del Señor?
¿O quién fue su consejero?
¿O quién le dio a él primero,
para que le fuese recompensado?
Porque de él, y por él, y para él, son todas las cosas.

Romanos 11:36

La historia empieza con un cambio de vida. En Semana Santa del año 1976, Rubén decidió entregar su vida en manos de Dios y empezar así a vivir diferente de como vivía. Rubén, residente de la zona sur de Buenos Aires, esposo de Carmen y padre de Irene, Lucio y Víctor, era un hombre de cuarenta años, trabajador, con buen sentido del humor y excelente conversador. Así era y así siguió siendo.

Esta nueva forma de vida además de cambiar la rutina de las mañanas de sus domingos, también transformó en él la forma de ver el mundo, de percibir las cosas, de tratar a la gente. Dejó de depender de sí mismo y de buscar su propio bien, y aprendió a depender directamente de la voluntad de Dios y a buscar el bien de los demás. Sus conversaciones siempre se dirigían a un mismo tema: el amor que Dios tiene por nosotros.

Dos años después de esa decisión, un mediodía de febrero, Rubén estaba viajando en moto por la zona en la que vivía. Antes de poder llegar a su destino, fue atropellado por una camioneta que se había quedado sin frenos. Inmediatamente fue trasladado al hospital Gandulfo, donde estuvo inconsciente hasta las 17.00. Apenas despertó, no reconoció a nadie, pero minutos más tarde pudo entender que la mujer que lo miraba con preocupación era su esposa. Así empezó la prueba.

Después de seis días de internación con estudios, tratamientos y siendo observado por profesionales, el diagnóstico de los médicos fue el siguiente: cuadriparesia permanente. La cuadriparesia es la pérdida de la sensibilidad y del control de la movilidad en las piernas y en los brazos. Si se realiza una rehabilitación intensiva, el paciente puede recuperar parcialmente el control de sus movimientos y, en el mejor de los casos, dar algunos pasos con ayuda de alguien. Ese día fue enviado a su casa, y todas las semanas hacía rehabilitación en el hospital Jorge, del partido de Almirante Brown.

La prueba cada vez se hacía más difícil, porque después de atravesar la internación y los estudios, venía la parte en la que había que enfrentarse a la realidad: en sillas de ruedas y casi inmóvil, ya no podía trabajar, ni proyectar para su futuro. Todo lo que había construido en su vida parecía desvanecerse, principalmente, lo que había vivido en los últimos dos años. Sus conversaciones acerca del amor de Dios ya no tenían la misma convicción que antes, porque Rubén se había sentido desamparado, rechazado. No encontraba respuestas ni explicaciones.

Se comenzó un juicio contra el joven que manejaba el vehículo, que apenas tenía veinte años, y salió favorecido Rubén, aunque “favorecido” sea solo una forma de decir porque, si bien esto generaría un alivio en la parte económica, en su salud todo seguiría igual.

Dependiendo totalmente de Carmen en cada actividad diaria tan simple como peinarse, vestirse, bañarse, Rubén dejaba pasar sus días lentamente, con un futuro sombrío delante de él. Su esposa se encargaba de alimentarlo, cuidarlo, acompañarlo, tal como lo había prometido dieciséis años atrás en el altar. Había estado en la salud y ahora le tocaba estar en la enfermedad. Como, además, todavía no habían cobrado el dinero del accidente, Carmen salía a vender jugos para mantener a su esposo y sus tres hijos de dos, siete y trece años. Él la veía desde la silla de ruedas y, con gran pesar en su corazón, lamentaba no poder ser él quien saliera a buscar el pan diario.

Los días seguían transcurriendo con casi ninguna evolución en la salud de Rubén, y como los días, así también los meses y las estaciones.

El veinticuatro de diciembre del año del accidente, los médicos le dijeron a Rubén que ya no tenía que seguir yendo a hacer rehabilitación. Ir o no ir ya era exactamente lo mismo, porque nada iba a cambiar en su salud. No podía haber más progreso del que se había tenido, y que no había sido mucho, apenas dar un par de pasos con ayuda de su esposa.

Exactamente un año después del accidente, en febrero del año 1980, se hizo un encuentro junto con algunas iglesias cristianas de la zona sur de Buenos Aires en el Colegio Ward, de Ramos Mejía. El aire corría suavemente por el parque mientras Rubén observaba todo: los niños que jugaban, la gente que conversaba y reía, cuando se le acercó un hombre: Orville Swindoll. Orville era uno de los pastores más reconocidos de Buenos Aires por toda la trayectoria que había recorrido a lo largo de los años.

Cuando estuvo cerca de Rubén, le preguntó si él era la persona que había tenido un accidente y por la que muchos pedían a Dios que obrara un milagro. Rubén le respondió que sí, y Orville prosiguió diciendo que Dios le había hablado; le había dicho que si Rubén perdonaba a la persona que lo había atropellado, Dios lo sanaría de la cuadriparesia. Rubén dijo que él ya lo había perdonado, pero Orville aclaró: “Tenés que perdonar el juicio”.

Rubén inició una lucha consigo mismo. Desistir de las acciones legales iniciadas contra aquel joven implicaría no recibir el dinero que serviría de sustento para la familia y no desistir de estas sería no hacer caso a la palabra recibida. La decisión evidentemente no era sencilla. Una pequeña esperanza de recuperar su salud se abría paso en medio de tanta oscuridad. Rubén, que en ese momento ya tenía cuarenta y un años, no era más que un hombre como cualquiera, con miedos, confusión, incertidumbre. Ni siquiera el hablar con su esposa de su posición frente al juicio lo ayudaba.

No podía permitirse rechazar el sustento para los estudios de sus hijos. Su situación legal era correcta y había aceptado todos los consejos que le habían dado. Sin embargo, no podía hacer oídos sordos a lo que este pastor le había dicho.

Puso una condición: si aquel joven que lo había atropellado, al que hacía meses que no veía, iba a su casa al día siguiente, Rubén le diría de cancelar el juicio. Necesitaba una confirmación a esa palabra que le habían dado ese día, y esa confirmación no podía venir de una forma común y corriente, necesitaba tener algún grado de imposibilidad incluido.

La confirmación llegó exactamente a las ocho de la mañana y así parecía empezar el milagro, aunque seguramente el milagro había empezado el día del accidente. En la casa de Rubén estaba este muchacho de veintiún años que confesaba que este no era el primer accidente que había tenido y no solo eso, sino que también decía no tener registro y por lo tanto tampoco seguro. No tenía cómo pagar dos juicios. Le estaba dejando la llave de su camioneta y todo lo que con su trabajo podía aportar para mantener económicamente a la familia de Rubén.

–No quiero nada de lo que me estás ofreciendo, vayamos a la comisaría a cancelar todo –le dijo Rubén, decidido.

Aunque este joven no comprendía por qué Rubén actuaba así, esa misma mañana del lunes fueron a la comisaría, y desde la camioneta misma hicieron todos los trámites para levantar el juicio. Después de terminar el papeleo, el muchacho anonadado por todo lo que estaba viviendo y por lo que sin merecer estaba recibiendo, se puso a llorar y le extendió un sobre blanco con una carta que había preparado para que Rubén la leyera después de recibir todo lo que el él había venido a ofrecerle.

Cuando Rubén abrió el sobre y leyó la sinceridad de este joven, comprendió que detrás de ese acto de rechazar el juicio no solo abría puertas para su propia sanidad, sino que también cerraba puertas de dolor y muerte en la vida del joven.

Este había decidido que una vez entregadas todas sus pertenencias, se quitaría la vida. Pero después de encontrarse con un panorama completamente distinto al que esperaba, aceptó perdonarse a sí mismo y tomó la misma decisión que Rubén había tomado dos años antes del accidente.

Esa semana no ocurrió nada en el cuerpo de Rubén, pero sí en su interior: su corazón estaba repleto de paz. En esos días, el dueño del diario La Unión, empresa en la que Rubén había trabajado anteriormente, vino a ofrecerle volver a pagarle el salario mensual a Rubén, aunque él no pudiera seguir trabajando ahí, y muchas personas más se acercaron a ayudarlo económicamente.

En la mañana del domingo siguiente, Rubén se despertó como siempre: en su cama matrimonial, al lado de Carmen. Observaba el techo mientras los primeros pensamientos de la mañana empezaban a discurrir por su mente. Seguramente estaría pensando en lo que tenía que hacer o, mejor dicho, en lo que le tenían que hacer: bañarlo, vestirlo y alimentarlo para que a las 9.45 un amigo lo pasara a buscar en su auto, lo sentara en el asiento y guardara su silla de ruedas en la parte trasera del auto para ir al culto dominical.

Entre dormido y despierto, en un acto reflejo, Rubén se tocó la cabeza. Cuando se dio cuenta de lo que había hecho, intentó mover el otro brazo y pudo. Intentó después mover las piernas y también pudo hacerlo. Se levantó despacio, sin despertar a su esposa, y pensó: “Ella me estuvo ayudando tanto tiempo, ahora quiero hacer algo yo por ella”, y fue a la cocina a prepararle el desayuno.

Como sus movimientos todavía eran un poco torpes, hizo ruido en la cocina al querer levantar la pava y Carmen se despertó. Ella miró a su lado y vio que su esposo no estaba. Lo buscó en el suelo a los lados de la cama y tampoco estaba ahí. Fue a buscarlo por la casa y lo encontró de pie en la cocina. En ese preciso momento, ambos agradecieron a Dios entre lágrimas el milagro que había ocurrido.

Horas más tarde, Rubén estaba de pie, sin ayuda de nadie, en la vereda de su casa saludando con el brazo hacia el auto que se aproximaba para llevarlo a la iglesia. Agradecido en su corazón, entendía que el amor de Dios nunca se había apartado de él; que él nunca había sido rechazado ni olvidado. Simplemente, su mente finita no había podido entender los pensamientos y propósitos de una mente infinita y eterna.

Marisol García

***

Si llegaste hasta acá, te agradezco por haberte tomado el tiempo de leer este texto, y espero que haya sido de bendición para tu vida. El sentido de compartir esta publicación es recordar una vez más que a Dios no se le escapa nada, y que todo lo que él hace tiene un propósito para nuestras vidas y para la de otros, incluso cuando no podamos todavía verlo ni entenderlo.

Un abrazo grande.

2 Comentarios

  • Albina

    Qué hermoso testimonio, nunca lo había escuchado!! (O capaz si, pero no lo recordaba)
    Cuanto amor el de nuestro Papá, nada,nada se le escapa y todo es para su gloria!!
    Gracias por compartirlo, es de mucho ánimo!

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